Muchos van a la playa por motivos lúdicos; servidor la visita con un propósito estrictamente científico. La playa, aunque esté al nivel del mar, es un observatorio excelente de la cosa sociológica, o sea de lo que somos colectivamente y de cómo vamos cambiando hacia lo que seremos. He observado que este año se ven menos pañales enmierdados y menos envases de petisús que otras veces, de donde infiero, no que nos estemos haciendo más limpios sino que la natalidad está por los suelos y va habiendo menos niños. Me refuerza en esta idea el hecho de que se vean más condones usados, lo que significa que la contracepción va en auge, o quizá, también, que la afición le tiene miedo al Sida. Las litronas esparcidas acá y allá y los rincones meados me confirman que el drenaje renal de la juventud funciona tan bien como de costumbre.
Cuando llegué era todavía de noche. Transité por un desfiladero de chalecitos acosados, trufados de familias y parentelas, que emitían un concierto de ronquidos. Contemplé el amanecer desde el poyete del paseo marítimo. Al poco rato empezaron a llegar los perros y perras de diversas hechuras y tamaños y, detrás de ellos, dormijosos, los dueños y dueñas, igualmente de diversas hechuras y tamaños, aunque casi siempre inversamente proporcionales al del cánido. Ya cagada y meada la arena, fueron llegando los cuarentones del chándal y se pusieron a correr tras el infarto. Luego los autobuses descargaron un aluvión de domingueros cargados de hato, padres, niños y niñas, novios y novias, abuelos y abuelas, que en un santiamén plantaron sus jaimas, y, como los pioneros del Oeste, acotaron la máxima cantidad de acres de terreno con sillas playeras, mesas articuladas, neveras, toallas y sábanas. A la alegre algarabía se sumó, a los pocos minutos, la olla express con su característico chaf chaf encima de la bombona de butano, preparando el refrescante cocido del mediodía. Detrás vino la invasión de bañistas con toalla, cesta playera, frasco de filtro solar y revista del corazón o deportiva (algunos libros también, menos mal. A propósito ¿han leído ya Los Falsos Peregrinos de mi amigo Nicholas Wilcox?). Pasó un guineano ofreciendo gafas de sol, máscaras espantables y joyería étnica y dos magrebíes con poncho de esteras y alfombras. Luego musculantes exhibidores de bíceps, pectoral y glúteos, que venían a recoger la cosecha del gimnasio. En el chiringuito “La Diarrea Fulminante” me sirvieron un gin tonic con sabor a sardina y detergente. Pedí la cuenta y, cuando me pude desclavar, regresé a casa.